EL MANDINGA :: Historias del diablo en la zona central de Chile

107 DONDE EL DIABLO PERDIÓ EL PONCHO Así emprendió el camino que llevaba desde el cementerio hasta la casa que compartía con sus tíos, ruta que no le resultaba para nada desconocida, porque no era la primera ocasión que la recorría, aunque quizás esta vez sería la última. A poco andar, el joven Rolo divisó algunos metros más atrás la silueta de una persona que seguía sus pasos, sin prestarle mayor atención. Seguramente, se trataría de otro jugador que tomó la misma decisión de retirarse de la partida en el momento preciso. No obstante, al protagonista de esta historia comenzó a llamarle la atención que, a medida que avanzaba, la silueta iba cobrando mayor tamaño. Definitivamente, el extraño que lo seguía aumentaba su tamaño a medida que se acercaba. Así como crecía el extraño, también incrementaba el miedo en el corazón del joven Rolo, quien empezó a apretar el paso, hasta que la caminata se transformó en carrera. Aun así, por el rabillo del ojo podía ver a la enorme silueta creciendo y siguiendo cada uno de sus pasos. Transpirando llegó hasta su casa y le contó a sus tíos esta extrañísima experiencia. “Son ocurrencias tuyas, capaz que se te pasó la mano con el trago”, le comentaban. “¿No lo habrás imaginado?”, agregaban. Estaban en eso, cuando se escuchó un estruendo que hizo salir a todos los vecinos de la cuadra: sin mediar terremoto, de la nada se derrumbó toda la esquina de la casa de enfrente, como si este gigante se hubiese tropezado o incluso le hubiese propinado una pateadura de impotencia al muro. Quién sabe, quizás uno de los jugadores de monte esa noche era el diablo, que apostó, perdió dinero y demostró ser un pésimo perdedor. Fabio comenta que Pablo, su abuelo paterno, en su juventud también fue testigo y protagonista de otro extrañísimo suceso. Por esos años, se dedicaba al cultivo y venta de sandías; el sandial estaba alejado de Alhué, cercano a un estero, y en temporada estival, no era extraño que el anochecer sorprendiera a Pablo trabajando. Cuando eso ocurría, en vez de regresar al pueblo, prefería improvisar un ruco con algunas ramas para guarecerse y pernoctar allí, acompañado de su perro Chocolate. Una noche, Pablo se despertó con inquietos gemidos de alerta de su compañero perruno. Se levantó y puso mayor atención. Efectivamente, a lo lejos se escuchaba el ruido de una carreta que avanzaba a gran velocidad y del ruido de los cascos de los caballos que avanzaban a todo galope. Todo esto a Pablo le resultó muy extraño: el camino no era apto para el tránsito de una carreta; apenas era una angosta y pedregosa huella para caminantes. No obstante aquello, la carreta seguía avanzando y su fiel compañero Chocolate, lejos de ladrar para ahuyentar a los extraños, se acurrucaba gimiendo asustado entre medio de sus piernas. En la medida que se aproximaba, Pablo notó que se trataba de una elegante carroza negra, tirada por caballos

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